martes, 16 de noviembre de 2010

Somos alimento del capitalismo voraz

El fin de las treguas


Gustavo Duch Guillot*

Fue cuando el mundo se agrandó que más visibles se hicieron las ansias de poder, grandeza y posesiones de los estados de entonces. Portugal, España, Holanda llenaban barcos de esclavos que volvían repletos de azúcar, café o especias. Así, cuando la mentira dejó sitio a la verdad, la historia habló de esquilmación, depredación o, sin más, robo de recursos naturales acompañado de violencia y opresión. Pareciera que unas naciones poderosas fueran las causantes de las desgracias y debilidad de otras.

Los años, las luchas y la dignidad de muchos pueblos corrigieron –sólo en parte– estos excesos. Una clase social nacida de extranjeros colonizadores y criollos buscafortunas se colocó en el escalón más alto de la sociedad. Desde ahí manejaba los hilos de países enteros como marionetas a sus órdenes. Y los desequilibrios permanecían inmutables.

En su refinamiento, los unos y los otros engalanaron sus malas artes bajo títulos nobiliarios y –mejor aún– como dueños y propietarios de empresas exclusivas: motores del desarrollo. Tan grande es el poder de estas empresas repartidas ya por todo el planeta que, ahora ya todito globalizado, los movimientos antisistema (reivindiquemos el término) han sabido señalarlas y desnudarlas frente a la sociedad como principales destructoras de un modelo de sociedad más justo. Las conocemos, sabemos cómo, cuánto, dónde y a quién dañan en sus operaciones.

Pero siguen ahí, las tenemos enfrente, cada vez son menos, pero sólo porque son más grandes, y nos rodean por todas partes. ¿Quién las defiende? ¿Quiénes son sus guardaespaldas? ¿Otra vez las naciones poderosas? ¿Ellas en autodefensa? No, las custodia el mismo que financió el viaje de Colón, el mismo que compraba y vendía esclavos, el mismo que acaparaba las mejores tierras, selvas o mares, el mismo que se enriquecía con cada una de las zafras: el Capital. Sería como un calamar gigante, donde él es el cabezón que se nutre con sus tentáculos, las multinacionales, de la caza de pequeñas piezas.

Hoy el capital ya no se esconde: se pasea ufano por todos los océanos y nos pide limosna. Porque recién pareció sufrir un ligero malestar, unos pocos estornudos, y ya todos hemos contribuido a su sanación. Ya parece superar lo que se viene a llamar, en términos médicos: crisis financiera. Los bancos ahorita socializados con nuestros ahorros disponen de nuevos recursos para generar más negocios. Incluso en algunos casos sin antifaz ni tentáculos de por medio, directamente: sus fondos de inversión se dedican a especular con los alimentos, comprar las mejores tierras fértiles de los países más pobres o adueñarse de los negocios que consideran más productivos y seguros (los alimentarios).

Algunos ejemplos que nos ofrece Grain en uno de sus últimos informes explican que en estos últimos años de crisis financiera, Goldman Sachs y Deutsche Bank, por ejemplo, han invertido cientos de millones de dólares en comprar a los principales productores de cerdos en China. Barclays Bank está entre los inversionistas con mayores intereses en Zambeef, la agroempresa más grande de Zambia, y Citadel Capital, un fondo de inversión privado egipcio, está comprando tierra para producir alimentos por toda África. Ya asumió el control de un hato de 11 mil vacas destinadas a productos lácteos.

Nada nuevo, por otra parte. El capital siempre lo supo: los seres humanos necesitan alimentos para vivir, igual que él necesita seres humanos para multiplicarse. Es la infalible propiedad asociativa.

Pero, entonces, nos queda una equis por despejar: ¿quién escuda a El Capital? Sí, han acertado; centremos ahí la recuperación de un mundo posible, sin más treguas.

*Autor de Lo que hay que tragar y coordinador de la revista Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas



La guerra


La guerra sin rostro


Javier Sicilia

MÉXICO, D.F., 15 de noviembre.- Toda guerra es terrible: muerte, miedo, despojo, odios que se expresan en atrocidades, familias rotas, miseria. Sin embargo, la guerra que desde hace años vive México tiene un sesgo inédito: carece de significado. Hasta hace poco –pienso en la Independencia, en la Revolución o en los movimientos armados de América Latina–, las guerras, con todo y su cauda de desgracias, se movían sobre ideas de justicia y de porvenir. Ideas abstractas, ciertamente, cuyas consecuencias resultaron contrarias, pero que al menos señalaban un horizonte sin el cual los seres humanos estamos privados de sentido. Hoy esas ideas no existen.

La mayor parte de las ideas de Felipe Calderón y su gobierno –no hablemos de las del crimen organizado–, que caminan en el sentido de la privatización, del fortalecimiento y la expansión de los grandes capitales, del dinero y de los privilegios, no son precisamente ideas que tengan que ver con la justicia y el porvenir. Por el contrario, han cobrado costos altísimos en miseria, división de familias y angustia que la guerra ha venido a potenciar.

En este sentido, no sólo vivimos una guerra inimaginable, sino también una sociedad inimaginable en el orden de la justicia y del porvenir. Una guerra cuyos rostros, como el de los torturados, sólo manifiesta las huellas del absurdo, hace que nos sintamos presos en una telaraña. No la podemos entender. No tenemos ninguna certeza de lo que saldrá de allí. Simplemente padecemos con la zozobra de los personajes de Kafka. Da la impresión de que habitamos en un mundo dirigido por fuerzas ciegas y sordas que se niegan a escuchar los gritos de advertencia, los consejos y las súplicas.

A fuerza de una violencia sin sustento, tanto Calderón como el crimen organizado han ido destruyendo algo fundamental para la vida humana: la confianza en que sobre la base de una política o de una guerra hay sentido de justicia y de porvenir. Por el contrario, a lo largo de estos años sólo hemos visto mentir, manipular, envilecer, torturar y matar. Nada ha podido impedirlo. No porque quienes perpetran esta guerra estén persuadidos –como lo estuvieron quienes las hicieron en el pasado– de la fuerza de sus ideas sobre la justicia y el porvenir, sino porque están poseídos por las fuerzas ciegas del mercado, que sólo puede mantenerse mediante un movimiento que se pretende perpetuo. Su dilema, como lo señalaba Jean Robert, es el de un Shakespeare pervertido: “crecer o dejar de ser”.

Ese crecimiento, como podemos verlo en las políticas económicas del gobierno y de la clase política, y en la guerra que en nombre de dicho crecimiento se ha desatado, sólo puede realizarse mediante la destrucción continua de dominios de existencia, de territorios y modos de vida; mediante la colonización de culturas, lenguajes y formas de pensar; mediante el despojo y el miedo. Así, en nombre del crecimiento, sea el de la legalidad (el del gobierno y los grandes capitales) o el de la ilegalidad (el del crimen organizado), vivimos una guerra sin significado que nos tiene en el terror y va ahondando la miseria.

En este caos es imposible la persuasión. Los seres humanos de este país hemos sido entregados a la violencia de fuerzas ciegas. Nos ahogamos en medio de gente que sólo cree en el poder del dinero. Y para quienes sólo podemos vivir con el diálogo, la amistad y las relaciones de confianza, la guerra que han desatado y la forma de vida que quieren imponernos son el infierno.

En este sentido, el problema político fundamental de México es saber si es posible seguir habitando un mundo en el que el crimen, en nombre del crecimiento –sea legal o ilegal–, está legitimado y la vida humana es vista como una realidad fútil –recursos humanos intercambiables, bajas colaterales, vidas prescindibles como las de los animales.

Si creemos todavía en que es posible hacer compatible la justicia, la paz social y el orden con la idea de la producción y el consumo desmedidos, habría que decir que sí, y entonces habrá que resignarse a una guerra cuyos resultados, en el orden del horror, son impredecibles. Si decimos que no, tendremos que aceptar que para detener esta realidad tóxica hay que inventar políticas que disocien la justicia y la paz de la cuestión del crecimiento, de la producción y del consumo desmedidos, y la asocien con la fuerza de las comunidades y sus relaciones de soporte mutuo.

Sólo mediante proyectos que recobren los ámbitos de comunidad, es decir, ámbitos de subsistencia, en donde la primera regla es asegurar los medios de sustento de los más débiles, podrá detenerse el absurdo. Esta lógica, ajena a las abstracciones de justicia y de porvenir de las guerras de antaño, y más ajena aún a las fuerzas ciegas de la guerra que hoy vivimos, hace posible la justicia y el porvenir en sus relaciones de solidaridad y de cooperación. Pero esto no depende ya del gobierno, que se mueve, al igual que el crimen organizado, en la racionalidad irracional de una economía del dinero, de la producción y del consumo sin límites. Depende de la gente y del sentido común, el más escaso –para nuestra desgracia– de los sentidos.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.