Salieron a la calle los estudiantes en Monterrey. Bueno sería decir que tomaron la calle, pero no. O que fueron LOS estudiantes, pero tampoco. Una marcha de pocos cientos, muy modosita, ordenadísima por una brigada encargada de que la manifestación no se saliera de control. Honestamente ni era necesaria la tal brigada ya que los manifestantes portaron voluntariamente mordazas en cara, cuerpo y voluntad. Quienes se (nos) hicimos ilusiones de que una nueva generación de estudiantes retomara la estafeta que varias han dejado abandonada, no vimos pajarillos libertarios que rugieran como los vientos, que fueran la levadura del pan para los pobres, como cantara Mercedes Sosa. No. Vimos una marcha acordonada por los propios organizadores, en silencio que dizque porque "el silencio es nuestro grito"; el caso es que es demasiado el silencio, motu propio o impuesto por el sistema, para que se siga "gritando" de ese modo. Los únicos que no iban en silencio eran los del orden: vamos!, comprímanse!, a la derecha!, habran espacio!, arriba los carteles!, júntense! sepárense!, apúrense!, deténganse!
Entre la sorpresa de ellos mismos de estar en la calle (algo nunca pensado para los chicos de universidades privadas) y la esperanza de los observadores, muy pocos se percataron de que el grueso de participantes parecía un rebaño pastoreado, obediente a la voz de sus organizadores y de aquellos que le conducían al grito de: "gente, vamos!". ¡Gente! así llamaban a los que marcharon con ellos.
Lo digo con pesadumbre, yo no aguanté. Mucha atención a las formas, y ya saben lo que se dice de las formas y el fondo en política. Me retiré cuando constaté que frente al poder judicial y legislativo no permitían corear consignas por aquello de la marcha silenciosa: todos debían escuchar en silencio al joven que le había sido dado el uso de la voz, que aparte ni se oía por problemas con el equipo de sonido. Me cuentan que llegando a la plaza los chicos del orden quisieron nuevamente acallar a quienes gritaban diciéndoles además que si no hacían caso mejor se fueran. Lo paradójico es que los hablantes al micrófono hacían referencia a la libertad de expresión.
Que alguien les diga a los estudiantes de universidades privadas que una marcha es un acto político público y no un evento privado donde todo sigue un guión perfecto. Que los gritos de las consignas no hacen violenta una manifestación de ciudadanía. Que quienes corean las consignas no son reventadores. Que lo que muchos quisieron ver como una muestra esperanzadora de una juventud que despierta realmente fue una muestra acartonada y tiesa del control en que viven los jóvenes sin darse cuenta. ¿Dónde la libertad? ¿Dónde el entusiasmo? ¿Dónde la vitalidad de los pocos años? Los muertos civiles, inocentes y no, merecen muchos gritos; los primeros por justicia y los segundos por la necesidad de vivir en un estado de derecho.
Hace años los adultos buscaban moderar a los jóvenes, ahora los adultos quisieran que los jóvenes tuvieran más empuje. Si no son radicales transformadores ahora, ¿cuándo?
J.
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